diumenge, 24 de juliol del 2011

Claro de Luna

Permítame usted, querido lector, que antes de empezar con lo que voy a contar me encargue también de crear su ambiente, para que así le sea más fácil percibir aquello que quiero expresar. Bien, pues, a la media noche, se encuentra esperando al sueño en un pequeño salón repleto de libros, sentado en un sillón mullido, junto al fuego. Se anuda la bata y enciende una pequeña lamparilla que proyecta una luz anaranjada. Afuera sopla el viento con fuerza, y no sabe muy bien de donde proviene esa melodía que rápidamente identifica como “Claro de Luna” de Beethoven, que le ayuda a enfrascarse plenamente en la lectura. Toma estos folios de la mesilla que tiene a la izquierda y se dispone a leer. Sin más demora, he aquí, pues, el inicio de la historia:
 Era grande, su casa, vivía en un palacete renacentista construido en piedra, roído ya por el tiempo, donde tan sólo unos meses atrás se celebraban fiestas y otros actos que lo hacían estar siempre lleno de gente, luz y vida, pero al igual que su habitante se había vuelto frío y apagado. Todo había quedado relegado al olvido. Ahora vivía sola y aquella noche las paredes se le venían encima. Decidió salir. ¿Que hacía frío?  No lo sentía. Y se adentró en la más absoluta oscuridad, tampoco había nada más. Solo se escuchaba el rasgar de su vestido azul de seda brillante sobre la hierba, alta, seca y descuidada, aquel vestido que solo se ponía en las fechas señaladas, no como aquel día, pero una corazonada la había inducido a vestírselo y ahora el corsé la asfixiaba, o eso creía ella, porque le habría costado respirar igual aún sin llevarlo. Era ajena a la realidad, sólo su cuerpo permanecía en este mundo, pues ni sentía el frío, ni la falta de aire, ni el dolor de los pies descalzos sobre la tierra. Caminaba despacio, sin detenerse, sin rumbo, como un alma errante. Pero este caso era diferente, carecía de alma, ya sólo era un cuerpo errante.
Poco a poco, sus ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad y pudo distinguir a lo lejos un tenue reflejo, el de la luna sobre un lago. Cuando llegó, lo contempló, tranquilo y frío se extendía ante sus pies, y una bruma se elevaba de sus aguas creando un escenario de niebla, misterio, soledad y melancolía, pues ni siquiera el viento soplaba. 
Y subió a una tabla de madera que allí flotaba, con cuidado de no mojar sus telas; permaneció yacente en silencio, hermosa y frágil, con los dedos de ambas manos entrecruzados sobre su vientre, alumbrada débilmente por la luz de la luna, que resaltaba su nívea piel. Así, durante ¿quién sabe cuánto tiempo? tiempo...esa palabra ya no significaba nada para ella, así, esperándote... Hubiese querido llorar, reaccionar, pero ya no tenía fuerzas, sus emociones habían sido bloqueadas por una gruesa capa de hielo que ella no podría deshacer jamás. Sólo le quedaba el olvido, y allí habitaba.
Finalmente, una de sus pequeñas manos resbaló hasta hundirse en el agua, que salpicó uno de sus pies descalzos, y ladeó levemente la cabeza dejando al descubierto su largo y frágil cuello, provocando que un mechón de pelo rizado y rojizo llegara al agua, alisándose poco a poco. Y el frío decidió llevársela. Nadie la echó de menos pero la luna siguió iluminándola.
Hoy, allí sigue esperándote. No, no en el lago, ella te
espera en la luna, aún sabiendo que jamás llegarás a ir...Pero podrá iluminar tu camino.
A estas alturas se encuentra usted recostado en el sillón, rodeado por los brazos intangentes e invisibles de Morfeo. Permanece en el ambiente aquella melodía, que se atenúa  conforme se acercan sus notas finales. Los papeles resbalan de su mano y una ráfaga de viento que consigue colarse en la estancia los lleva hacia el fuego. Pero, ¿qué importa si ya nadie la recordará?






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