dilluns, 12 de setembre del 2011

El sonido del silencio.

Eran las 6 de la mañana de un 17 de Abril cuando el despertador sonó, pero él ya llevaba unos minutos despierto, pues había esperado aquel día ansiosamente y aunque fuese increíble, había llegado, al fin. Estiró el brazo, lo apagó y se quedó un instante pensando en la soledad que siempre llenaba aquella casa…o mejor dicho, aquel pequeño taller de escultura con un colchón en el suelo que le permitía dormir mal que bien. Decidió por fin levantarse, para ello apartó el brazo desnudo de la mujer que había a su lado sumida en un profundo sueño y ajena a todo lo demás. Se vistió rápidamente con unos vaqueros viejos, unas zapatillas desgastadas y un abrigo tan roído que era incapaz de hacer su función, bebió un sorbo de café hecho dos días antes, cogió un par de galletas ya blandas y se apresuró a salir a la calle, sabía cuál era su destino pero salió en dirección contraria y se dirigió a un bloque de edificios viejos de su mismo barrio, silbó y una mujer joven asomó la cabeza por la ventana del segundo piso, en seguida desapareció de la ventana y en poco minutos apareció de nuevo por la puerta con un abrigo largo de lana negro mientras se sacaba la larga melena de debajo del pañuelo del cuello y se arreglaba la boina. Ambos se sumieron en un fuerte abrazo, se cogieron de la mano y se dirigieron a la plaza donde él haría su exposición de escultura, otra tras un montón de ellas, pero está vez iba a ser especial, iba a tener éxito y él estaba seguro, pues sería al aire libre, a la vista de todos, jugando con la luz del sol que provocaría que la visión de sus esculturas fuese cambiante a lo largo del día. No podía fallar.
Cuando hubieron llegado al sitio en cuestión ya había allí personal de seguridad y críticos de arte, además de algunos curiosos madrugadores. Poco a poco empezó a acudir gente con los primeros rayos del sol, y conforme éste fue aumentando su brillo una pequeña muchedumbre se congregó en torno la exposición, pero seguían acudiendo más y más personas cuando, de repente, el sol se apagó, y ocuparon su lugar unas preciosas nubes negras que decidieron descargar todo su agua encima de sus obras. Ya no había nadie, todos habían corrido a refugiarse de la lluvia. El mundo se le cayó encima al ver esto, pero no lloró, solamente contempló, ella lo cogió por la cintura y lo arrastró fuera de allí, su pelo chorreaba y sus ropas también. Y allá se encontraba él solo, en medio de la calle y de una terrible tormenta que había arrasado con sus sueños camino de su casa… Y una vez ella lo dejó allí le dio un beso y se marchó hacia la suya, despacio y en silencio, como todo aquel día. Pues le resultó extrañó que él no hubiese entonado ninguna canción, que no le hubiese puesto “banda sonora a su vida” como siempre decía, pero lo cierto era que, en aquel momento, no había nada más adecuado que el sonido del silencio.